Para los que aún piensan que la naturaleza es inagotable

“Érase una vez una isla ubicada en medio del Océano Pacífico, alejada a más de 2.000 kilómetros de cualquier otro lugar. Hoy la conocemos como La Isla de Pascua, pero sus habitantes la llaman Rapa Nui. Los primeros polinesios se encontraron con una frondosa vegetación y una abundante fauna. Prácticamente toda la isla estaba cubierta de bosque y era una de las mayores colonias de aves marinas de la zona. Sin embargo, también era muy ventosa, bastante fría y poco lluviosa. Sin aquel bosque, la biosfera de la isla quedaba desprotegida.

Pero esto es algo que los pascuenses no sabían. A medida que la población aumentaba, cazaban y pescaban más, cogían más frutos de los árboles y talaban el bosque más rápido, empleando cada vez más cantidad de su principal fuente de energía: la madera. Con el paso de los años, la población terminó por aislarse completamente del resto del mundo. Sólo existían ellos y el océano que los rodeaba. Construían estatuas para dar gracias a los dioses por la fertilidad de la tierra y por ser los elegidos para vivir en «el ombligo del mundo», que es lo que significaba el nombre autóctono y original de la isla: «Te pito o te henua», en el idioma indígena de los Rapa Nui.

A lo largo del siglo XVII, la población pascuense creció desmesuradamente, alcanzando «el pico de su civilización». Es decir, el momento en que su modelo de crecimiento no pudo seguir avanzando y comenzó a declinar. A partir de entonces, los recursos naturales empezaron a escasear. La sobreexplotación acabó con la caza. Y cada vez había menos pesca. La tala del bosque hizo la tierra más árida y las cosechas más pobres. Con la escasez de árboles, se terminó la madera. Así es como sus habitantes dejaron de disponer de abono, herramientas, canoas y cuerdas. Incluso empezaron a tener dificultad para hacer un buen fuego.

En su lucha por la supervivencia, las tribus de la isla comenzaron a pelear entre ellas para obtener la energía que necesitaban para alimentarse y guarecerse del frío. Al principio lo hacían pacíficamente, intentando reconquistar el favor de los dioses para que la tierra recuperara su antigua fertilidad. Competían por ver qué tribu construía la estatua de piedra más alta. Estos «moais» representaban a sus respectivos dioses por medio de monolitos con grandes cabezas. Y todas ellas dirigían la mirada hacia el interior de la isla. Irónicamente, construir y erigir estas estatuas consumía enormes cantidades de madera, aceleraba la deforestación y producía el efecto contrario al deseado: extender la aridez de la tierra.

El colapso de esta civilización llegó en forma de lucha armada entre sus tribus. Se destruyeron y mataron unas a otras para obtener los escasos recursos existentes. Incluso llegaron a practicar el canibalismo. De los 30.000 habitantes que llegaron a vivir en la Isla de Pascua, a principios del siglo XVIII sólo quedaban 3.000. Cuando los navegantes europeos descubrieron Rapa Nui, en 1722, les inquietó ver toda la tierra cubierta de moais derribados y puntas de flecha desparramadas por todas partes. Y más tarde, se sorprendieron al ver con sus propios ojos como los habitantes supervivientes seguían luchando unos contra otros de forma salvaje y encarnizada. Curiosamente, al entrar en contacto con los primeros europeos, los desnutridos pascuenses solo les pedían una cosa: madera.”

(historia  real extraída del libro “Qué harías si no tuvieras miedo” de Borja Vilaseca)

La historia de la Isla de Pascua es la metáfora del ECOCIDIO, el suicidio ecológico de la humanidad. Es la representación a pequeña escala de lo que está pasando con el planeta, con la sobreexplotación de recursos y las luchas fratricidas por el control de esos recursos. Parece que no aprendemos nunca. El ejemplo de los habitantes de Rapa Nui, prepotentes y arrogantes ante la escasez de madera, puede extrapolarse a todas las materias básicas para la sociedad, desde los combustibles fósiles y los minerales, hasta el agua,  o el aire que respiramos. Todos estos bienes son finitos y su consumo excesivo con un criterio puramente económico provocará, tarde o temprano, el colapso de nuestra civilización, al igual que la pascuense.

Hoy, nuestros “moais” puede ser las estatuas de nuestros líderes políticos, incapaces de llegar a acuerdos medioambientales, los intereses de las grandes corporaciones económicas y nuestras propias figuras como ciudadanos corrientes, mirándonos el ombligo y acomodados en nuestro bienestar material. ¿Cuántos “moais” tenemos que ver derribados hasta darnos cuenta  en nuestras empresas de la incongruencia de un crecimiento insostenible?

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